miércoles, 27 de septiembre de 2017

Sintiendo a Libra

Sintiendo a Libra

¿Y si la soledad fuera una elección? Que no tuviera nada que ver con no ser dignos de amor, con que no haya nadie ahí para el encuentro. Tal vez seamos nosotros mismos los que no estamos disponibles para encontrarnos. ¿Cómo así?

Pareciera que la cuestión del encuentro es que nunca se parece a esos infinitos ideales románticos y/o sexuales que le metemos. Y entonces elegimos aislarnos, para no vivir lo real del encuentro, ese momento en que me va develando la sombra, aquello que preferiría omitir, esconder. Y así andamos, que me acerco que me alejo que acercate que alejate.

Encontrarme es abrirme a verme en el otro, abrirme a que se vayan desarmando todas las expectativas que pongo sobre el vínculo. Abrirme a que se descubra aquello que descansa detrás de las imágenes.

Y hasta ahora, muchas veces elegimos aislarnos.

¡Pero esto no es necesariamente algo malo! Puede que sea simplemente la semilla para un aprendizaje:

¿Cómo es abrirme a lo real del vínculo? ¿Cómo es abrirme al vínculo que ES, en lugar de anhelar el que querría que fuera? ¿Cómo es caer juntos en el abismo de lo genuino?

Vértigo. Amor. "Y ahora sé que el gran Maestro Corazón es un abismo", nos canta Alonso del Río. Y allá vamos.

lunes, 21 de agosto de 2017

Carta a un místico

Estimado místico:

usted ha de perdonarme, señor místico, pero debo hacerle una confesión un tanto complicada. Esta vez me acerco a usted con descaro y sin humildad, esta vez me acerco más como un artista y, oiga usted bien lo descarado, es que vengo a hablarle de nuestra ardua tarea en relación a su facilidad compositiva.

Y es que creo que en verdad poca es la diferencia entre usted y Disney. Mientras que uno de ustedes proclama el final feliz para el príncipe y la princesa, el otro lo hace, en el mejor de los casos, también para el pobre vagabundo. Recordando que el Buda Siddharta era también un príncipe de la más alta nobleza, no estaría del todo seguro a cual de ustedes remite cada uno de los finales felices. Pero poco nos importa para esta arremetida irrupción que le estoy ofreciendo. El punto de toda esta carta que provocativamente le escribo no está tanto en quién es quien alcanza ese final feliz, sino en el final feliz en sí.

¡Y cuidado! No vaya usted a empezar a pensar que soy un pobre resentido sin finales felices. Es decir, puede que lo sea, en verdad no lo sé. Cierto es que muchas veces me cuesta agradecer y, diríase, final feliz es todo aquel que puede ser agradecido. Pero no es tanto lo que interesa si creo en los finales felices o no. Quizás, incluso, el problema aquí no tenga tanto que ver con la cualidad del final, sino con el final en sí.

Y aquí es donde empiezan los problemas.

Debo confesarme, primero que nada, un místico. Sí, creo que a esta altura ya no lo puedo evitar. Soy uno de estos místicos que, como usted, proclama finales felices a lo Disney. Y sin embargo, una y otra vez tropiezo con lo mismo: el comienzo. Y ahí es donde todo lo místico se va al carajo -permítame usar este tipo de expresiones un tanto más alejadas al espíritu según algunos, un tanto más cercanas según otros- y comienza entonces la difícil labor del verdadero artista.

Digamos que su labor es dentro de todo fácil: trazar posibles mapas hacia ese extático y feliz momento de la así llamada “iluminación”. Podemos darle el nombre que querramos: plenitud, salud, encuentro, amor, Dios, expiación... pero siempre se trata de ese curioso momento de ser uno con la vida, y todo eso que hace milenios vienen describiendo. Si alguien quisiera uno de estos prácticos mapas, no dude en consultarme, tengo libros y prácticas para ofrecerle al por mayor.

Y así Disney nos propone lo mismo: algunas complicaciones iniciales, pero luego al final siempre el feliz beso de la dama y el caballero, el amor verdadero y el “vivieron felices para siempre”. Casi tanto como la iluminación. Tanto Disney como usted, señor místico, eligen acabar su historia en un fácil momento literario. Un cierre perfecto, prolijo, inequívoco.

Y sin embargo, tengo la sensación de que todo gran artista, allí donde usted ve un final, él ve un comienzo. Porque es fácil asumir alguna que otra dificultad en vistas de un futuro tan absoluto. Pero, ¿qué hay del después? ¿Acaso usted, luego de aquel momento de absoluta unidad, no siguió cagando, señor místico? ¿Acaso dejó de cantar, de amar, de lavar la ropa? ¿Puede afirmar incluso con total veracidad que nunca más ha sentido ni la más mínima pizca de resentimiento, ingratitud o soberbia? Déjeme al menos desconfiar.

Pues a menos que haya abandonado su corporalidad, de la caca y de la ropa sucia no se salva nadie. Y diría que tampoco del deseo, aunque me atrevo con toda honestidad a dudarlo.

Señor místico: creo que hoy son muchos los que han descubierto al menos una pizca de esa plenitud de la que tanto vienen hablando. Creo que varios han tenido sus momentos de realización absoluta. Podría incluirme en ese grupo bastante seguido. Y sin embargo, luego tengo que lavar la vajilla, arreglar la goma pinchada de la bici o tomarme el subte para ir a algún festival de poesía.

E imaginemos por un momento que todas estas vanalidades de la vida cotidiana lo tienen sin cuidado, o bien porque alguien lo hace por usted, o bien simplemente porque el estado interior de su alma refleja la iluminación en cada uno de sus actos. Incluso si así fuera, señor místico, que usted ha trascendeido toda la gilada humana: ¿de qué le sirve al pobre humano, enredado aún en sus deseos, oír sus relatos de trascendencia?

Y aquí es donde mi divergencia se hace ya total. Porque ¿quién si no el artista, con su corazón desgarrado y abierto por la luz, el amor y el dolor, tiene la ardua tarea de darle vida a todo este después?

Es el artista aquel que embebido de misterio, de amor y de dolor, decide desnudarse frente al mundo. Una insoportable desnudez, este admitir que luego de la iluminación queda en él todo el deseo. Sigue siendo un hombre apasionado y aprisionado, a pesar de darse cuenta del absurdo de su prisión. Ni siquiera digamos absurdo, digamos, incluso, inexistencia.

Y así es el artista quien vive en sus prisiones inexistentes, como todos los otros humanos, pero a diferenca de muchos otros, ¡tan consciente de su prisión y de su inexistencia!

Tan insoportablemente consciente de sus virtudes como de sus defectos, sigue cerca de todo aquello que lo transforma en humano.

Y yo no le niego, señor místico, que seamos el instrumento de una naturaleza que nos trasciende. Me dedico fervientemente a seguir aprendiendo a confiar en la inteligencia de la vida, del universo, del planeta. Entreno la confianza cada día, cada día practico el amor. No, no se trata de negar nada de todo esto. Esta carta es una simple crítica a su estilo literario, no a su vida ni a sus costumbres ni a sus verdades.

Expongo aquí, con total descortesía y soberbia, mis argumentos en contra de su recurso compositivo, a saber, el cierre, lo acabado, lo definitivo.

Le agradecería, señor místico, que tampoco tome tan en serio lo que aquí le expongo. Como le decía al principio, yo también soy un místico irremediable. Si me permito esta cuota de humor -al menos intento de humor- es porque en mí existe también este irremediable deseo de un final -feliz, infeliz, lo que sea, pero al menos final-. Y sin embargo, me veo en la tarea de contarle a la gente -entre la cual por supuesto me incluyo-, señor místico, que ese final tal vez sea sólo el anhelo más profundo del hombre.

O quizás no, en verdad no lo sé. No sé si el hombre anhela más acabar con su humanidad en esta culminación que algunos llaman iluminación, o perpetuar su humanidad. Y tal vez por eso sea que continúa sufriendo y sufriendo: para no asumirse de una vez parte de esa sagrada inteligencia que nos trasciende. Sea como sea, el resultado sigue siendo el mismo, curiosamente.

Yo, por ejemplo, como le decía, sigo aquí preso de toda esta humanidad. Y aunque la comprendo absurda, el gozo cabal de sentirme vivo y humano es más fuerte hoy que el deseo de trascender mi humanidad. Y es que no me permito hoy creer, señor místico, que el único sentido del deseo fuera el de sublimarlo o trascenderlo. No me lo permito, señor místico. Si el fuego de toda esta pasión sigue encendido, estoy absolutamente convencido de que tiene que tener otro sentido, aunque aún no sepa bien cuál.

(En verdad no estoy convencido. Por eso le escribo esta carta, señor místico. Porque sigo deseando, sigo teniendo este impulso creador cada mañana, estas ganas de escribir, cantar, coger, dibujar, conversar, hacer planes, hacer sillas, dar cursos, y quién sabe cuántas otras cosas con las que cada mañana me encuentro. La realidad es que no estoy convencido. Quizás una gran parte en mí sostiene fervientemente que todo esto debe ser superado, que toda esta creatividad es absurda siendo yo el que está siendo creado por la vida. Pero hay esta idea, esta única idea que me permite continuar... este ser yo mismo parte de la vida que crea vida. Porque como le decía, señor místico, este pobre artista aún necesita agarrarse de algo frente a tanto abismo.)

Mientras le escribo esta carta derramé el mate que estoy tomando. Dado que no conozco su nacionalidad, le cuento que el mate es una bebida muy común en Argentina, casi todos toman mate aquí (excepto tres casos muy curiosos: aquellos que padecen de acidez, aquellos que por alguna extraña razón no disfrutan su sabor y... por supuesto, los místicos y su salud inquebrantable.) Pero le decía que derramé la yerba contenida en el recipiente donde cebo el agua, y ahora está en el piso. Eso implica que al finalizar esta carta deberé levantarme y barrer con una escoba esto que ahora está en el suelo. ¿Entiende lo que quiero decir?

Es que terminaré de escribir esta carta, pero la vida continúa y continúa y continúa. Deberé barrer la yerba, luego quizás cante o comience a arreglar las benditas sillas o Dios sabe qué es lo que haré. Tal vez incluso simplemente me quede contemplando el hermoso día soleado por la ventana. Pero incluso esta contemplación será algo, y tal vez emerja algún dolor o alguna lágrima de amor o ¡quién sabe! Pero la vida seguirá sucediendo. Y así como nadie habla de la dificultad vincular que le sigue a los finales felices de Disney excepto los condenados artistas, nadie habla tampoco de la dificultad vincular que le sigue a los finales felices que usted, mi querido amigo místico, en sus biblias -antiguas o modernas- propone.

Y aquí estamos nosotros los artistas, que seguimos viendo en su final nuestro comienzo, y seguimos compartiendo también nuestras miserias y deseos, tanto como nuestro amor.

Es por eso que sigue siendo la desnudez del artista y no su trascendencia lo que a mí me conmueve, señor místico. Y siendo yo un artista místico, esta es mi eterna puja, entre mi cruda desnudez, tan estúpida como mi gran trascendencia. Entre una estupidez y otra convivo. Y tal vez mañana le escriba una carta al señor artista, hablándole de lo agotador de su eterno lamento de telenovela, o de lo absurdamente grandilocuente de su amor.

Pero hoy le escribo a usted, señor místico, espero lo sepa entender. Es que me levanté ardiente de deseo y de amor y, como le decía, no tengo más opción que desnudarme.

Le agradezco profundamente su tiempo.

Con bastante soberbia y bastante amor, siempre suyo,


Marcos

domingo, 23 de julio de 2017

Excitados por el misterio

Los arquetipos parecen ser poderosos espejos donde el psiquismo humano puede reflejarse. La identidad busca refugiarse en alguno de estos arquetipos, creándose un “aliado” inconsciente para su afirmación. Al encontrar este aliado, en la instancia madurativa en la que se encuentra actulmente el homo sapiens, precisa hacer un recorte. El sistema se deja poseer por este arquetipo, creando una perspectiva rígida y simplificada acerca de la realidad. Todo aquello que quede por fuera, será negado, juzgado y excluido.

Sin embargo, los arquetipos pueden ser también poderosas imágenes que nos reflejen todo aquello que inconscientemente, en el primer despliegue de nuestro sí mismo, ha quedado excluido. Y es la inteligencia de la vida que constantemente intenta ponernos frente a aquellos fragmentos de nuestra alma que han quedado desplazados. Todo instante parece estar entonces perfectamente configurado para que podamos descubrir y comenzar a validar aquellas partes de nosotros mismos que han quedado confinadas, trayéndonos esta información a través de cada experiencia y de cada vínculo.

Luego depende de cada uno, del deseo de cada uno, de aquello que le apasione. Parecería que hasta el día de hoy, la mayor parte de los cuerpos con potencial de consciencia que vienen habitando la tierra, han puesto su deseo en confirmarse. Esto es, alimentarse de cualquier experiencia que confirme su identidad, el fragmento de sí mismo con el que se siente más cómodo. Pero pareciera que siempre ha existido también aquella excepción que, en lugar de estar apasionada por lo eternamente repetitivo de la personalidad, ha podido abrir también su inteligencia y su deseo hacia aquello que escapa a su control, aquello que permanece misterioso.

Es un traslado de la excitación. Primero ésta está puesta en cumplir aquello que el Yo se había propuesto, en confirmar el deseo y el propósito. Sin embargo, todo deseo del yo está rechazando la voluntad de otras partes de uno mismo. Parecería que el movimiento se produce cuando esta excitación deja de estar puesta en aquello que sea autoconfirmatorio, para poder trasladarse a aquello capaz de integración. A partir de entonces, cada experiencia y cada vínculo pueden transformarse en un puente a uno mismo. Pero a eso que creo que es uno mismo, sino hacia ese uno mismo más amplio, más profundo, que precisa de una dolorosa destrucción de aquello que percibimos como nuestra identidad consciente.


La excitación comienza a dirigirse, pues, a aquello capaz de deshacer la identificación, abriéndonos a esos rincones aún negados de uno mismo.  

viernes, 1 de abril de 2016

¿Hombres?

¿Hombres?

Definitivamente nunca discutiría que todos, hombres y mujeres, llevamos en nuestro interior tanto energía masculina como femenina, en constante danza e interacción.

Definitivamente nunca discutiría que hay muchísimos hombres presos en la sombra de la masculinidad.

Esta sombra es todo aquello que durante generaciones y generaciones hemos depositado, hombres, en nuestro inconsciente. Es la sensación de que la vulnerabilidad es debilidad, y la debilidad la peor de las ineptitudes. Por negar nuestras emociones, nuestras heridas, hemos gestado una gran violencia hacia el exterior, hacia los hombres -dado que fue nuestro padre el primero en enseñarnos que “los hombres no lloran”, como hacia las mujeres, tal vez por una cierta envidia de que ellas tengan el derecho de manifestar su emocionalidad, tal vez porque al no ver nuestro propio camino, todo lo que nos ha quedado ha sido depender de ellas. Y dependencia es debilidad, y debilidad es la peor de las ineptitudes.

Definitivamente nunca lo discutiría. La sombra de lo masculino está hoy tan presente como en los años 30, o en la edad media. Y este masculino inconsciente se manifiesta cuando no se toma lo femenino, no se integra, no se honra adentro y afuera.

Ese antiguo arquetipo masculino del macho superhéroe, que puede con todo, que es invulnerable, un hombre de hierro, indestructible, sigue aún sumamente vigente. Hombres competitivos, trabajadores, siguen impregnando nuestro inconsciente como ideales masculinos.

Pero si bien todo esto sigue manifiesto, definitivamente no tiene el rol que tenía hace apenas 40 años, incluso en la generación de nuestros padres.

Yo tengo 23 años, nací en el 1992 en un contexto donde el ideal masculino venía en debacle hacia ya muchísimos años, por lo menos 20. Nací en un contexto donde ya nadie tenía idea de qué significaba ser hombre.

Si bien nací en un mundo donde existía más registro acerca de la emocionalidad del hombre, también sufrí en el colegio lo que hablaba antes. Mis compañeros me burlaban por mi sensibilidad que, aunque bien acogida por mis padres en casa, nunca encontró su lugar frente a mis pares. Así, una falza fuerza fue intentando imponerse. En casa fui poeta y músico desde los 12 años. Recién a los 16 compartí con una novia de ese entonces mis poemas. Recién a los 17 con otros varones, para quienes mi poesía era motivo de burla. Recién a los 18 con otros varones, que celebraron mi poesía, que también eran poetas.

Cuando el primer varón celebró mi poesía, dejé salir toda esa feminidad que me había encargado de encajonar en los ámbitos sociales, aunque reconocida en casa. Y para cuando me quise dar cuenta, era el típico muchacho New Age: una voz suave, una actitud suave, preocupado por la ecología, vegano, amoroso con todos -incluso con las nuevas caras que la violencia de otros hombres iba tomando, ya no compañeros del secundario sino desconocidos en la internet, que reaccionaban ante mis posts en facebook tan “espirituales”, insultándome, defenestrándome.

Definitivamente nunca discutiría que la sombra de lo masculino sigue aún vigente, que hay muchísimos ámbitos sociales donde los hombres siguen negando su femenino y, por ello, manifestando lo peor de su masculino. Lo viví en carne propia, desde los 11 hasta los 18 años. Pero una vez que entré en contacto con el ámbito espiritualoide, a mis 18 años, comencé a explorar un contexto absolutamente diferente.

Y es por eso que me centro tanto, en lo que escribo y en los talleres acerca de masculinidad que doy, en el hombre castrado.

El hombre castrado es aquel que, habiendo reconocido su femenino, comenzó a negar su masculino.

Insisto en que para que exista un masculino consciente, y no toda la mierda de lo masculino que durante mucho tiempo hemos visto, es necesario que se acepte y se honre lo femenino, que se explore y no se tenga miedo de manifestar -o no tenga miedo de manifestar el miedo. Para que haya un masculino consciente, es necesario ver la herida y poder abrirla, poder expresarla y exponerla -no ante cualquiera, como yo hice, sino ante aquellos que realmente se hayan ganado nuestra confianza.

El hombre castrado

Los hombres de mi generación hemos nacido en un contexto donde ya nadie sabía que significaba ser hombre, donde lo femenino en el hombre ya podía tener su lugar. Pero nacimos en un contexto también muy devastado por la sombra masculina que durante generaciones y generaciones se había manifestado. Crecimos, la mayoría, educados por nuestras madres, muchas veces por padres perdidos, desorientados, blandos. Crcecimos sin nadie que nos inicie, nadie que nos reconozca realmente por lo que somos. Crecimos sin una imágen masculina capaz de guiarnos, de transmitirnos un oficio o un camino. Crecimos solos, creando nuestras propias iniciaciones, como expone Robert Bly, con drogas y peleas.

Soy de una generación en la cual las cualidades masculinas de fuerza, dirección, decisión, humor, furia, pasión, desafío, lucha, límite, disciplina, ya no son el ideal que eran para mis abuelos, sino que se parecen más bien a malas palabras.

Muchas de estas cualidades pueden ser tal vez expresadas por mujeres, y eso está bien, porque ellas no tienen la carga y la culpa que los hombres llevamos por todo el daño que hemos creado en el pasado, cuando nuestro femenino permanecía inconsciente, cuando estas cualidades surgían desde la sombra y el miedo. Muchos hombres de mi generación llevamos con nosotros kilos y kilos de culpa, y esta culpa duele. Y muchos hombres de mi generación descubrimos que manifestando esas cualidades masculinas, la madre nos reprocha, el padre no nos entiende. Y un día, descubrimos que expresando nuestras cualidades femeninas, la sociedad nos acepta. Así como antes quería hombres fuertes y seguros, decididos y confiados, pareciera que hoy es más preciado el hombre sensible, vulnerable. ¡Y benditos sean estos hombres!

Pero si algo he visto en los talleres de masculinidad que guío hace ya varios años, si algo he visto en mí mismo y en mis amigos más íntimos, es el gran miedo que tenemos a nuestra energía masculina. Tenemos un profundo temor a manifestar las cualidades antes nombradas, tememos que si las manifestamos las mujeres dejen de querernos, los hombres nos vean como una amenaza y se alejen. Tememos terriblemente expresar nuestra totalidad, relegando esta vez lo masculino a segundo plano. Estamos castrados, muchachos, nos cortaron las bolas.

O más bien, creo que ya estamos a tiempo de decirlo: nosotros mismos nos cortamos las bolas. Es cierto que estábamos solos, es cierto que no supimos cómo, es cierto que, al conectar con nuestro femenino, encontramos una cierta calma, algo que creímos parecido a la paz. Pero esta paz no era paz, era ausencia de energía. Confundimos ausencia de energía con quietud interior. Fuimos castrándonos cada día un poco más, descartando cada día un poco más nuestras cualidades masculinas, volviéndonos hombres sensibles y sonrientes, amorosos y sutiles. Pero si de repente es necesaria la fuerza, no tenemos idea como aplicarla. Si estuvieran violando a una mujer delante nuestro, no sabríamos defenderla. Intentaríamos hablar amablemente con el violador, o abrazarlo. Pero hay veces en que la violencia es sana, hay veces en que es indispensable poner un límite.

Nuestra generación, muchachos, no sabe bien cómo ni cuándo es necesario poner límites, cómo ni cuándo es necesaria la fuerza, cómo ni cuándo es necesaria la pasión o el humor. Y así como también es necesario reconocer nuestros miedos y honrarlos, permitirnos sentir tristeza, es necesario que aprendamos de nuestra ira y de nuestra furia, de nuestra pasión y de nuestra misión.

¿Por qué le hablo a los hombres?

Porque los hombres somos los que cargamos con casi toda la culpa de lo masculino. Aunque las mujeres también tengan energía masculina adentro, somos nosotros los que hemos manifestado durante tanto tiempo su sombra, dañando. Es sorprendente la cantidad de veces que en los talleres se habla del “miedo a lastimar”, del miedo a manifestar nuestra energía masculina.

Y ahí andamos, desconociendo nuestro propósito, nuestra misión, perdidos, desorientados y confundidos. Creemos que estamos aprendiendo a “fluir”, pero estamos muriendo, estamos transformándonos en zombies. No conocemos nuestro propósito, no sabemos honrarlo, no sabemos honrar a la tierra, no sabemos honrarnos. Hablamos acerca de la vida, creemos que defendemos la vida por ser veganos o ecologistas, pero estamos muriendo cada día un poco más al rechazar toda nuestra fuerza. Día a día, nos volvemos menos vitales, aunque creamos que estamos a favor de la vida.

Por eso trato de hablar con los hombres de mi generación, por eso trato de que juntos redescubramos el significado acerca de ser hombres. Ya sabemos que no se trata de ser un macho cabrío. Pero tampoco se puede tratar de castrar totalmente nuestra masculinidad, para manifestar únicamente nuestra energía femenina. Definitivamente, NO.

A mis 20 años, caí en depresión. Entonces, cunado ya todo había perdido su sentido, apareció en mi vida el Tantra, y apareció un camino de masculinindad consciente de la mano de mi maestro, Eduardo Socolovsky, a quien le estoy y le estaré eternamente agradecido. Y lo primero que tuve que recuperar, para salir de la cama, para encontrar un sentido a todo esto, fue un propósito. Y para esto, golpié y golpié a un almohadón durante un mes hasta que una fuerza totalmente olvidad, relegada, comenzó a volver.

No hablo de un propósito como el de nuestros abuelos, para quienes el resultado era todo lo que importaba, no una lucha incesante por llegar a un lugar creyendo que ahí está la felicidad, sino un faro, una luz en la orilla que le de un rumbo a este barco. Si no tenemos un pr
opósito, naufragamos.

Por eso es que hablo de volver a ser hombres. No porque esté a favor de la masculinidad inconsciente, no porque crea que hay que negar nuestra sensibilidad. Hablo de ser hombres, con nuestra sensibilidad, con nuestra vulnerabilidad, y también con nuestros huevos bien puestos.

¡Hablo de volver a ser hombres, carajo! Hablo de redescubrir la disciplina, el propósito, la lucha, la pasión, como fuentes de inspiración. Hablo de volver a honrar a ese hombre salvaje que nos habita, ese gigante peludo que vivía en las cavernas y ahora vive en las ciudades, y muchas veces trata de ocultar sus pelos. Pero somos peludos, carajo, y tenemos huevos y una pija, y no importa su tamaño, no importa si es más grande que la del de al lado o más chica, importa que ahí está, y que necesita ser honrada, tanto como nuestro corazón.

Hablo de volver a honrar también nuestra masculinidad, porque así como no podíamos honrarla cunado no conocíamos nuestro lado femenino, tampoco es cierto que podemos honrar el femenino sin reconocer al masculino que llevamos dentro. No podemos seguir suicidándonos, desangrándonos y perdiendo la enregía por el agujero que queda en el lugar de nuestros huevos cortados.

Hablo de recuperar lo perdido. Y podemos seguir siendo músicos y poetas, sensibles, amorosos... pero con los huevos bien puestos. Sólo así podremos ser realmente respetuosos y atentos para con la mujer y con la tierra, para con otros hombres. Sólo así podremos honrar a nuestros ancestros. Sólo así podremos realmente vivir al servicio, pues para estar al servicio no podemos seguir descartando cualidades nuestras.

Hablo de ser, con todas las letras, un VARÓN.

Quiero gritar a viva voz que


SOY UN WERTHEIMER!

viernes, 25 de marzo de 2016

SEXO, El Tantra no es sólo SEXO


A lo largo de este tiempo de trabajar con el Tantra he visto muchísimas veces la posibilidad que tiene de desvirtuarse. El Tantra acepta y reconoce el sexo como parte de la exploración “espiritual”, o como me gustaría más decirlo, como parte de la exploración de qué es estar vivos, de qué es la vida. Pero el Tantra nada tiene que ver con técnicas para ensalsar la sexualidad, para tener 14 orgasmos seguidos, ser un Dios en la cama o alargar el tamaño del pene, dado que todas esas son aspiraciones del ego. Y el Tantra se trata de liquidar el ego.

Nuestra cultura ha llevado mucha represión al sexo. Incluso hoy, que pareciera ya no ser tabú, que aparecen mujeres desnudas por doquier, el sexo sigue siendo igualmente tabú que antes. Porque el sexo no tiene que ver con lo que se ve en una película porno, o con esa modelo que desnuda posa en la calle. El sexo es ante todo un vínculo íntimo entre dos personas, donde muchísimas emociones afloran y toman parte.

Por eso el principal objetivo del Tantra es el aprender a tomar consciencia de nuestras propias emociones, de la totalidad de lo que somos.

Desde muy pequeños comenzamos a percibir que hay toda una parte nuestra que es bienvenida por la sociedad. Algunos aprenderán que si son buenos y correctos son queridos, otros lo buscarán siendo violentos, o chistosos, o sumisos, o dominantes... cada niño irá desarrollando su propio mecanismo para que “los padres” o el contexto le brinden su afecto. Entonces, a lo largo del crecimiento de este niño, irá identificándose cada vez más con estas cualidades por las cuales se siente querido, recibido, perteneciente al clan familiar. De la misma manera, comenzará a rechazar todos sus aspectos que la familia y la sociedad vean como negativos. El niño aprenderá a juzgar, aprenderá a juzgarse.

A medida que el tiempo siga transcurriendo, la polarización será cada vez mayor. Habrá toda una parte de sí misma que la persona rechace. Y este rechazo es una experiencia bien concreta: el cuerpo se cierra, es insoportable. Y habrá toda una parte, con la cual la persona se identifica, ante la cual el cuerpo se sienta cómodo y abierto.

El Tantra te dice que a menos que aceptes la totalidad de lo que sos, nunca podrás estar en paz, en silencio, en celebración. Y la totalidad de lo que somos no es sólo esa pequeña porción con la cual nos identificamos. Todo aquello que rechazamos de nosotros mismos, el universo se encarga de traérnoslo a través de nuestros vínculos y nuestras experiencias.

Por ejemplo, yo hasta hace un tiempo -y aún persiste en algunas circunstancias- sentí este rechazo hacia mi cualidad más guerrera. Entonces, el universo se encargó de traérmelo una y otra vez. De chiquito me cagaban a trompadas en el colegio, y yo lo permitía, porque no podía permitir que saliera a la luz mi guerrero interior, mi ira. Siempre reprimí la ira. Incluso de grande, aparecían distintos personajes por facebook que me insultaban por mis actividades “espirituales”. Sólo una vez que acepté que yo también tengo ira, que yo también soy la ira, soy un guerrero, que eso que yo veía afuera y que aparecía en mis vínculos y experiencias era YO MISMO, estas experiencias menguaron. Ahora las reconozco adentro, entonces no hay necesidad de que aparezcan afuera. Y si aparecen, tampoco hay problema, porque puedo convivir mejor con ellas, porque sé que soy también eso, y lo acepto.

Entonces, decíamos que somos algo así como aquello con lo que nos identificamos sumado a nuestros vínculos y nuestras experiencias. Aquello que somos verdaderamente, más allá de nuestra identificación, se revela en nuestros vínculos y en nuestras experiencias.

Por eso trato de decir que el Tantra es muchísimo más que sexo. Porque en la intimidad, cuando realmente estamos cara a cara, mirándonos a los ojos, desnudos, junto a nuestra pareja, saldrá a la luz todo aquello que durante años y años hemos querido descartar, aparecerá la posibilidad de ver lo que realmente somos, más allá de lo que querríamos ser (porque sería un “alivio”). El Tantra nada tiene que ver con ensalsar la sexualidad, sino con descubrirse a través de la intensa energía creativa que trae el vínculo, potenciada aún más cuando la energía sexual entra en movimiento. Se trata de estar abiertos a la totalidad de lo que somos, de aprender que también somos esa ira, somos esa tristeza, somos esa alegría, somos ese placer, somos ese dolor, somos esa incomodidad. Se trata de no rechazar nada de todo esto, sino de reconocernos en todo esto que está sucediendo. Así, la autoimagen queda totalmente destruida. Así, comenzamos a ver que somos mucho más de lo que creíamos.

Este proceso puede ser por momentos insoportable, por momentos podemos sentir la tentación de abandonar la tensión de autoexplorarse. El tema es que, como decía antes, lo que no aceptamos adentro vendrá dado por el “exterior”, comenzando a disolverse la sensación de adentro-afuera que hemos aprendido. Llega un momento en que no nos queda otra que continuar con este proceso de indagación interior.

En la sexualidad, la totalidad de lo que somos está a flor de piel, y la totalidad incluye todas estas cualidades que a veces quisieramos no reconocer como propias, de las que hemos estado hablando. Pero lo son.

Y el Tantra se trata de sincerarse, descubriendo así lo que verdaderamente somos. Y aprender también, con toda la tensión que el cuerpo sentirá, con toda la incomodidad de descubrirnos, a amar ese descubrimiento que día a día vamos haciendo, a amar esto que somos, con todo lo que también se torne insoportable para aquella otra parte nuestra con la cual nos hemos estado identificando tanto tiempo.


Si te acercaste al Tantra sólo para mejorar tu rendimiento en la cama, lamento desilusionarte... porque lo que te espera es una total y absoluta transformación de lo que sos, de tus paradigmas, de tu percepción.

Bienvenido seas a este viaje.

martes, 8 de marzo de 2016

Tantra, el arte de los vínculos


En esta sociedad en la cual hemos sido educados, sólo sabemos luchar. Desde pequeños que se comienza a formar en nuestra mente la idea de que algo está mal en nosotros, de que algo debemos corregir para madurar, o ser adultos, o al menos para ser pequeños inteligentes, sanos y virtuosos. Así a lo largo de nuestra infancia, vamos reemplazando creatividad y espontaneidad por ideales y conceptos acerca de cómo debemos ser, cómo debemos comportarnos, qué es ser un buen chico, e infinidad de etiquetas que luego cargaremos el resto de nuestra vida.

Es por eso que el niño comienza a crear estrategias, a vestir máscaras y disfraces que se adecuen a los ideales de mamá y papá: de esa forma, intuye el pequeño, ellos me van a querer. Y así es como a lo largo del tiempo comenzamos a alejarnos cada vez más de lo que realmente somos, del brillo único que cada uno vino a aportar al sistema humano y natural en el cual nació. Ocultamos nuestra vulnerabilidad en capas y capas de corazas, como explica Krishnananda, discípulo de Osho, en un maravilloso libro titulado De la codependencia a la libertad.

Y entonces en algún momento, ya adultos, descubrimos que no tenemos ni idea de quiénes somos. Sólo alcanzamos a identificarnos con esa coraza, sin siquiera reconocer que tan sólo son mecanismos inconscientes para reclamar el amor de papá y mamá, proyectado luego en todos los vínculos futuros.

Podemos dar lástima, o mostrarnos fuertes e insensibles, o santos o rebeldes... infinitas son las estrategias para conquistar el amor del otro, para no sentir las heridas que guardamos adentro, heridas de abandono, de rechazo, de inadecuación, de incomprensión y, más profundo aún, el temor al vacío y a la muerte.

El Tantra es consciente de estos mecanismos humanos, potenciados por el sistema actual que rige en el mundo. Y la forma de traspasar estos mecanismos es, primero y ante todo, aceptar que están ahí, aceptando luego también el dolor que se esconde detrás.

No podemos llegar al Ser sin atravesar previamente la capa de vulnerabilidad, la consciencia de nuestra propia fragilidad. Y para ello, debemos primero tomar consciencia de nuestras estrategias inconscientes de manipulación y control de la realidad en busca, finalmente, del amor. Incluso los seres más despiadados que podamos imaginar, tan sólo buscan este amor que de alguna u otra forma ha sido negado en su infancia -cabe comprender que reconocimiento y atención son dos formas muy refinadas del amor.

Pero pongamos la atención sobre cada uno, sobre quien sea que esté leyendo este texto. Porque el Tantra no se ocupa ni se ocupará de nadie más que de uno mismo. El Tantra está proponiendo una revolución, el Tantra está diciendo que olvidemos de una vez al otro, aquel recipiente en el cual proyectamos toda nuestra basura: es hora de centrarte en cada uno.

¿Cuántas veces te sentiste abandonado o rechazado ante diferentes actitudes de tu pareja?

Tantra es aceptación, es una indagación amorosa de la realidad. Es aprender a no juzgar tu realidad, sea cual sea. Es posible que en múltiples ocasiones hayamos sentido este abandono o rechazo y, para evitar el dolor, nos hayamos enojado con nuestra pareja. Comencemos, entonces, por aceptar esto, por aceptar que hay un niño herido en nuestro interior que quiere evitar sentir ese dolor y, ante la herida, comienza a proyectar esa furia en la persona más cercana. Sin necesidad de juzgarnos por esto. Pero tampoco se trata de defenderlo. Y este es el punto más importante al cual quería llegar hoy, la diferencia entre aceptación y defensa.


Aceptación y defensa

Constantemente hablamos en el Tantra de aceptación, esto significa, aceptar la realidad tal y como es, recibirla en su estado puro sin necesidad de transformarla o comprenderla mentalmente, simplemente dejando que atraviese como un rayo el corazón y el cuerpo. Sin embargo, la incomprensión de la noción de aceptación puede llevar a grandes confusiones, puede llevar a levantar aún más las murallas del ego.

En el caso que estábamos analizando previamente, la situación en la que se active alguna de estas heridas del niño interior, hemos dicho que lo primero y más importante es reconocer y aceptar nuestros mecanismos inconscientes que se manifiestan, en momentos de dolor, para evitar sentir el dolor y para manipular el amor del otro en la propia dirección -como si esto se pudiera-.

En tal situación, la mayoría de nosotros sólo conoce una respuesta: atacar a quien ha despertado esta herida. Tal vez creamos que es el otro quien la generó, cuando en verdad es muy probable que sea una herida que ya estaba ahí y el otro simplemente volvió a abrir. Tal vez es un manotazo de ahogado, de quien sabe que se está por hundir en el océano de la propia sensibilidad donde el ego se ahoga, y busca en ese ataque olvidarse por un rato de las propias emociones transformando al otro en dios salvador en el demonio que me ha hundido.

El Tantra propone una nueva forma de relacionarse con el otro, con la vida, y con uno mismo. Propone, en este tipo de situaciones y en cualquier situación, llevar la consciencia hacia adentro. Invita a permitirse el dolor, la angustia, todo lo que puede generar el reencuentro con estas heridas de la infancia, sin necesidad de resistirse o de luchar contra ellas. Porque todo esto es lo que somos, todo esto es lo que hemos venido a experimentar a la Tierra, porque la lucha sólo nos lleva a, tarde o temprano, a reprimir todas estas emociones y estas emociones reprimidas tarde o temprano se vuelven enfermedad, física o mental.

En el Tantra es válido sentir, es válido sentir tristeza tanto como alegría, ira tanto como placer, odio tanto como amor. El único desafío es, ante cualquier emoción, recibirla, tomar consciencia de ella, sentirla en todo el cuerpo, en el corazón, sin necesidad de un análisis mental al respecto. Simplemente entregarse a ella, transformarse en ella, ser la emoción. Respirarla profundo por la boca, expresarla, llorar, golpear almohadones, gritar, reír, gemir de placer... todo esto es bienvenido cuando del Tantra se trata, siempre y cuando la consciencia se mantenga hacia dentro. Y así como vino, permitir que se vaya.

Esta es la diferencia entre aceptar algo y defenderlo. La aceptación lleva implícita la transformación. No es que acepte para que se transforme, no, nada de eso. Simplemente el estado de aceptación está también abierto a la transformación, porque no se trata de aceptar algo eterno, sino de aceptar cada vaivén de la vida. Así, al aceptar la tristeza, no se trata de quedarnos encerrados en ella eternamente, haciendo de ella un nuevo mecanismo para atraer el amor del otro a través de la lástima. Aceptar la ira no se trata de volverla un mecanismo de manipulación del otro, o una vía para escapar de las propias emociones. Aceptar la alegría no se trata de negar el dolor, y así. Aceptar significa que, en el momento en que está sucediendo, en lugar de resistirnos a esa sensación, nos dejamos caer en ella, nos abrimos y permitimos que nos penetre y nos transforme, que nos abra de par en par, sin intervención de la mente. Y cuando deja de suceder, no es que la volvemos a buscar para seguir sintiéndola... simplemente, aceptamos el nuevo momento con todo lo que ese nuevo momento traiga.

Pero ante estas nociones de aceptación, existe el peligro de caer en la defensa. La defensa sería eternizar aquello que supuestamente estoy aceptando, como una estructura eterna o intrínseca a lo que soy. Algo así como un “yo soy así, no me jodas, aceptame así”. En tal contexto, no se trata de verdadera consciencia o aceptación, sino que es una nueva estrategia del niño herido para no tener que sentir el dolor, para no encontrarse con su vulnerabilidad. En lugar de aceptar lo que somos -y recuerdo una vez más que aceptar implica también aceptar la transitoriedad de lo que somos, tarde o temprano recibiendo a la muerte-, reforzamos lo que somos. Utilizamos la supuesta aceptación para blindarnos aún más, porque “si está bien ser quién soy, entonces, ¿para qué cambiar?”. Y no se trata de cambiar o no cambiar, o de que haya un propósito en el cambio, nada de eso. Simplemente es implícito a la aceptación el cambio, es inevitable el cambio, y todos los mecanismos del niño interior son, en última instancia, para evitar el cambio y la muerte -el último gran cambio que viviremos en esta encarnación-.

Al defender aquello que somos, lo volvemos rígido. Al aceptarlo, descubrimos nuestra propia vulnerabilidad, nos volvemos blanditos y permeables a la transformación.

Y para finalizar, nos regalo el siguiente cuento:

El discípulo fue a visitar al maestro en el lecho de muerte.
- “Déjame en herencia un poco de tu sabiduría”, le pidió.
El sabio abrió la boca y pidió al joven que se la mirara por dentro
- “¿Tengo lengua?”
- “Seguro”, respondió el discípulo.
- “¿Y los dientes, tengo aún dientes?”
- “No”, replicó el discípulo. “No veo los dientes.”
- “¿Y sabes por qué la lengua dura más que los dientes? Porque es flexible. Los dientes, en cambio, se caen antes porque son duros e inflexibles. Así que acabas de aprender lo único que vale la pena aprender.”